HAY MUCHA AGUA QUE HA PASADO BAJO EL PUENTE


Resulta complicado escribir sobre música electrónica hoy en día. Hace unas décadas todo el mundo sabía, más o menos, precisar y marcar las fronteras y diversos subgéneros de este estilo, pero actualmente debido al avance paralelo que han tenido los instrumentos que sustentan esta música y su incursión en el pop, el término se ha desvirtuado y bifurcado hasta tal punto de que estoy seguro que muchos de vosotros estaréis pensando en este momento en el sonido Berlín, otros en electroacústica y los más en el tecno y las actuales corrientes ambient y de baile y os pregunteis de qué rayos va a versar este artículo.

Sin duda, los sintetizadores, aquellos extraños instrumentos que comenzaron a utilizar a finales de los 60 algunos locos visionarios como Klaus Schulze, Edgar Froese o Florian Fricke de Popol Vuh (quien por cierto le vendió a Klaus Schulze su primer Moog), son hoy moneda de cambio normal en cualquier producción musical. Y esta apreciación quizá nos llevaría a pensar que toda obra musical en la que se impliquen instrumentos electrónicos podrían ser por tanto tipificadas bajo el epígrafe de música electrónica. En absoluto, porque la música electrónica, en sus diferentes corrientes, además de compartir con otros estilos el soporte de la síntesis electrónica, posee un vocabulario único y personal, tanto a niveles tímbricos y estéticos como estilísticos.

Nos centraremos aquí en los aspectos más populares de la música electrónica y prestaremos especial atención al sonido Berlín, Düsseldorf y otras corrientes paralelas siempre derivadas del rock, que, desde mi punto de vista, se erigen como los antecedentes más fiables del aluvión de estilos y subgéneros electrónicos que están surgiendo actualmente.

Y hablando de pioneros, resulta imposible no hacer referencia a los precursores que de una u otra manera ayudaron a desarrollar estas estéticas. Si hablamos de antecedentes previos tendríamos que retrotraernos hasta principios del siglo pasado con Luigi Russolo y sus amigos del club de los futuristas italianos que ya por esa época comenzaron a experimentar con ruidos y sonidos generados mecánicamente todo ello teorizado en el manifiesto “El Arte de los Ruidos”. Asimismo, aparecen los primeros instrumentos electrónicos como el Theremin, muy reivindicado por jóvenes compositores actualmente. Tampoco podemos olvidar las Ondas Martenot diseñadas en los años 20 por el compositor e ingeniero francés Maurice Martenot y que se limitaba a ser un generador de bajas frecuencias aplicado a un piano. Más tarde, compositores como Henry Cowell sientan las bases de una música creada únicamente con la intervención de medios electrónicos, que no se haría realidad hasta varios años después con el significativo desarrollo de la tecnología de la grabación de sonidos a mediados de los años 40.

LEON THEREMIN TOCANDO EL THERIMIN

A mediados del siglo pasado surge la música concreta y electroacústica basada en la manipulación y edición de cintas con sonidos reales. Un género que hoy en día, como muchos otros, se beneficia de los avances tecnológicos pero en plena posguerra mundial era un estilo “físico” al que se refiere Asmus Tietchens, una de las figuras más representativas de esta estética en la actualidad, como “música para tijeras y sangre” refiriéndose a los continuos cortes que suponía la manipulación de estos afilados instrumentos en el proceso de montaje de una obra musical electroacústica. Pierre Schaeffer es uno de los padres de la música concreta y el principal baluarte en proporcionarle la entidad académica que ha venido desarrollando a lo largo de los años y que sería continuada desde muy diversos frentes por compositores como Maderna y Stockhausen.

También en la segunda mitad del siglo XX, un compositor americano nacionalizado mexicano, Conlon Nancarrow mostró por primera vez paisajes matemático-musicales de extraordinaria belleza y complejidad utilizando el método de ejecución mecánica a través de pianolas de rollo perforado manualmente.

Pero la revolución de los sintetizadores y por consiguiente su aplicación musical más tangible, tiene lugar durante los años 60. Robert Moog y otros comenzaron a diseñar unos instrumentos capaces de variar el tono y el volumen, y de crear, filtrar y modificar sonidos electrónicos, así como de ofrecer toda una amplia gama de sonidos y efectos pregrabados. Esto significó que la música electrónica, antes académica y reservada a unos pocos, desarrollada en la intimidad del estudio, pudiera buscar nuevos formatos y popularizarse, que los músicos de rock pudieran experimentar con ellos y aplicarlos a sus propuestas. La música electrónica pasa, por tanto, de los estudios a los auditorios y salas de conciertos. Estamos ante una auténtica revolución de la que se benefician otras manifestaciones artísticas como el cine.

Un cineasta de culto, inventor del género psico-killer y excelente compositor electrónico como John Carpenter, director de películas como Halloween nos comentaba que la aparición de los sintetizadores significó abaratar costes en el proceso de musicalización de sus películas, además de permitirle experimentar con ambientes sonoros que no podría haber conseguido con una orquesta sinfónica y así crear los climas tensos que buscaba para sus historias. El cine americano ya había recurrido a los primeros prototipos de estas máquinas, instrumentos por aquel entonces limitados y capaces únicamente, y no es poco, de crear nuevas tímbricas pero no de sintetizar otras, y por ejemplo Alfred Hitchcock encargó al compositor alemán Oskar Sala que creara en su sintetizador Trautonium, los chillidos de los pájaros para la película del mismo título.


Redactado por: Rafael Dorado

Director de MARGEN magazine

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